
Era extraño. Tenía una gran dosis de melancolía, suave alegría y quizás un poco de morbo -algo así como lo que siente la gente que ve a los viejos de Rojo VIP-. El escucharnos tocar de nuevo las mismas canciones que nacieron allá en Pan de Ázucar era como viajar en la máquina del tiempo y en verdad no había que hacer grandes esfuerzos para recordar. Las imágenes no solo se encuentran aferradas dentro de cada uno, sino también en cada rincón de la Hacienda El Carmen, en cada vez que nos sentábamos a conversar en el living, cada vez que abría el refrigerador buscando algo para comer como si estuviese en mi casa, o el levantarse a estirar los brazos al sol. Pero también hay cosas más puntuales, como el tirar cables para enchufar los equipos, buscar una mesa donde poner el teclado y gastar 2 rollos de cinta para pegar el micrófono a algún fierro que hiciese las veces de atril. Fue en la precariedad que creamos música, y se siente bien revivir todo eso.
Había una piscina vacía que llenar, y la llenaríamos con música.
Era una ocasión importante, quizás la más importante que nos había reunido nunca hasta ahora. Uno de nosotros, Enzo (batería, y luego voz), terminaba una importante etapa en la Universidad y representaba el final de muchos días difíciles, de cansadoras amanecidas, que en la compañía de los amigos de siempre se convirtió en un camino un poco menos complicado de atravesar.
Con mi primo Franco y el Claudio (guitarra) habíamos ensayado un poco las canciones a tocar esa noche. Al menos en mi casa sonaban hasta bien. Pero esa noche, el resultado fue como pa irnos a capilla de una, sin apelación. Pero qué importaba eso. Es verdad que la mitad de la gente se fue mientras tocábamos, pero, quizás fuimos un filtro, porque finalmente nos quedamos los de siempre, y como no podía ser de otra forma terminamos tocando nuestras canciones, aquellas que nos llenaron de satisfacciones en la U, en el Cine Centenario, en nuestras propias casas y en nuestra alma de músico que nunca dejó de existir. Si hasta el Richard (bajo) no se aguantó y se tiró a la piscina a sacarle notas al Washburn.
Mi homenaje en estas palabras es para la amistad, que estoy seguro nos seguirá acompañando hasta el final de los tiempos, y así poder seguir caminando y caminando intrincadas rutas hasta que cada uno de nosotros pueda llegar portando su propio anillo único a la meta que nos hemos trazado, liberarse de ese anillo y fundirlo, para recomenzar otra historia aún más gloriosa y llena de buenos momentos, tan buenos como los que ya hemos vivido en la hacienda El Carmen.